martes, 21 de febrero de 2012

El hombre, ¿capaz de escuchar y responder a Dios?

Rondan por mi cabeza dos reflexiones en forma de pregunta que quiero compartiros, ¿el ser humano está capacitado para acoger una palabra infinita de Dios? Si el ser humano es finito, ¿puede responder a esto?
En la pregunta humana siempre observamos una referencia a un horizonte infinito, al ansia de salvación, esto quiere decir que nunca nos damos por satisfechos con aquello que encontramos.
Hay realidades humanas que nos invitan a pensar que el ser humano, como ser finito, tiene una referencia directa a ese horizonte infinito, por ejemplo, el amor, la fe,…. Pero esto no es demostración de Dios, no podemos demostrar que exista Dios sólo porque participamos de esa referencia. Por lo tanto, este horizonte infinito puede ser anónimo, sin rostro, aunque sigue siendo infinito, puesto que el ser humano lleva millones de años haciéndose preguntas que no tienen respuesta, o al menos, no le sacian las que encuentra. El ser humano tiene un ansia de conocer, de saber…que puede ser inmensa, pero ante esto, como afirmaba Maurice Blondel[1], nos queda siempre una frustración de que lo que encontramos, pues no satisface ese deseo, esa ansia interior.
Visto este presupuesto inicial, os invito, hermanos, a que reflexionemos sobre un aspecto que puede ser significativo y ayudarnos a pensar este tema: la conciencia.
Este es un tema más problemático, porque es complejo y ha estado sometido al estudio incluso del psicoanálisis, y no se ha encontrado una respuesta última sobre la conciencia y todo lo que implica.
Algo parece claro, la conciencia es educable, la conciencia es nuestro yo más profundo, nuestro ser más profundo, es algo personal, pero a la vez, se impone en contra de mis intereses, como, por ejemplo, al jugarme la vida por otro. Es decir, la conciencia es mía, es personal, pero resuena en mí como algo que se me impone.
En la conciencia existe un mecanismo que nos hace tener una referencia hacia algo absoluto, ante lo cual, yo me someto, en el fondo no sabemos por qué, pero en el ser humano hay una referencia a un Absoluto, algo indiscutido, al cual sigo. Esto quiere decir que en el ser finito hay un mecanismo interior que nos pone en relación con lo absoluto y definitivo, con un horizonte que se nos escapa de las manos.
El fenómeno de la religión tiene presente y hace referencia a una actitud de adviento  que está presente en todas las religiones. Entendemos el adviento como “espera” de una llegada. La fenomenología de las religiones nos enseña que en todas las religiones existe la espera de la llegada de algo o alguien definitivo y último. Por lo tanto, la misma experiencia religiosa se apunta a algo último, un horizonte infinito en el cual esperamos encontrar la última respuesta, es decir, descubrimos en el ser humano, en su realidad antropológica, en sus experiencias más fundamentales, una apertura al infinito que posibilita la escucha de un Dios que se revela. Ese Dios se tendría que revelar en la historia y por la palabra, en lo contingente.
Dios nos habla con palabras humanas, unas palabras que nos informan y a la vez nos ayudan a transformar la realidad, que las encontramos en el otro, en el hermano, incluso en mí mismo, en lo más profundo de mí, como decía San Agustín “Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, Y por fuera te buscaba; Y deforme como era, Me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo.”[2]
Pero, ¿es creíble esto?, ¿es creíble que Dios habla? Entendemos por “creíble” aquello que se puede creer porque hay motivos serios para creerlo, aunque estos motivos no sean constringentes para la razón, aunque sí plausibles y razonables. De las cosas importantes en la vida nunca tengo pruebas irrefutables, sólo criterios.
A propósito, me parece oportuno detenerme para reflexionar sobre la credibilidad de la revelación en nuestra sociedad, en nuestra Iglesia, en nuestra Hermandad, pero para presentar esto lo haré con un sencillo ejemplo: Un alumno le dice al profesor que el examen le ha salido mal, pero que había estudiado, sólo que le dolía la cabeza y no pudo concentrarse, ¿esto es creíble? Será creíble si la persona es creíble. Para descubrir la credibilidad en esa persona tienen que darse una serie de factores como son la autenticidad, honradez, honestidad, competencia, y en este caso, el profesor tiene que tener una actitud de apertura. Para que alguien parezca creíble no basta con que lo sea, sino que la persona que lo ve, lo escucha…tiene que abrir el corazón para aceptarlo, pero siempre razonando.
Lo mismo pasa con el cristianismo, para que el mensaje cristiano se muestre creíble, tiene que presentarse como un mensaje serio, competente, auténtico e iluminador, pero en la otra parte se tienen que encontrar personas que al menos tengan una actitud neutra, sin prejuicios.
Ante la credibilidad de nuestro mensaje a mí se me antojan tres factores importantísimos que no sé, hasta qué punto el cristiano de hoy es capaz de reconocer y vivir con coherencia:
Ningún argumento de credibilidad puede obligarnos a confiar en una persona, porque la credibilidad no es demostrativa. Si el pregonero no cree con coherencia lo que anuncia, la credibilidad del mensaje se rompe, debido a la incoherencia del mensajero. Si presentamos el mensaje como coherente, razonable, creíble y el testigo es coherente y justo, probablemente tendremos éxito; si, por el contrario, no presentamos ese mensaje como coherente el receptor puede anestesiar la credibilidad del mensaje, la no aceptación, la falta de interés, la frustración y los prejuicios pueden ser también motivo de este bloqueo.
Nosotros, los cristianos tenemos que ser conscientes que hay aspectos en el mensaje que nunca será totalmente aferrado por la razón humana porque la esencia del mensaje es un Misterio, por lo tanto, acoger la revelación de Dios es difícil para aquellos que pretenden aferrarla con sus manos.
Concluyendo, esta reflexión me lleva a invitaros a que seamos verdaderos portadores del mensaje, creíbles y coherentes. Escuchemos siempre a nuestra conciencia, donde se encuentra la voz de Dios y sepamos darle respuesta. Cuidemos el verdadero Templo de Dios, el hermano; que antes de arreglar las iglesias de nuestros pueblos y ciudades, tratemos de arreglar las grietas que tenemos con nuestros hermanos, porque en ellos es donde realmente habita Dios.



[1] Cf. M. Blondel, Fundamentaltheologie (Handbuch) (1985) 46-50.220-221; Boldel. 1964
[2] San Agustín, Tarde te amé